Estudos Sociedade e Agricultura

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Magda Fritscher

Del estatismo al libre comercio: los dilemas del sector agrícola en México


Estudos Sociedade e Agricultura, 19, outubro, 2002: 146-171.

Resumen: (Del estatismo al libre comercio: los dilemas del sector agrícola en México). Durante los años noventa el agro mexicano sufrió un abrupto cambio de rumbos: de haber sido hasta entonces uno de los sectores con mayor intervención estatal, hoy ha sido abierto a las fuerzas del mercado y la globalización, resultado de lo cual es su integración al Tratado de Libre Comercio. Este cambio se dio en forma apresurada y anárquica, no habiendo sido acompañado de políticas reconstructivas, que permitieran una transición más eficaz y menos costosa al nuevo modelo. El presente artículo analiza con profundidad dicho proceso, poniendo énfasis en sus efectos desintegradores sobre las estructuras productivas y sociales. Asimismo apunta cómo los productores han respondido al cambio, ya sea a través de estrategias alternativas de reproducción o de actitudes de fuerte confrontación en contra de las instancias estatales encargadas de las nuevas políticas.

Palabras-chave: modelo agropecuario, reformas estatales, subsidios, NAFTA.

Abstract: (From State intervention to free trade: the dilema of Mexican agriculture). During the nineties, Mexican agriculture suffered an abrupt about-turn: having been in the past one of the sectors with the most intense State intervention, it has now been totally opened to market and globalization forces, with the incorporation into NAFTA representing the culmination of this process. These changes have occurred in a sudden and anarchical way, with no support from reconstructive policies, which could have allowed a more efficient and less painful transition to the new model. This article provides an in-depth analysis of this process, emphasizing its disintegrative effects upon productive and social structures. It also shows how producers have been facing these changes, either through the option of alternative survival strategies, or by strongly confronting the State agents responsible for the new policies.

Key words: agricultural model, state reforms, subsidies, NAFTA.

Magda Fritscher é professora da Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa (México).


Introducción

Hacia fines de los años ochenta dio inicio el proceso de desmantelamiento del modelo agropecuario que por más de cinco décadas había regido en México. Caracterizado por una fuerte intervención estatal en todos los ámbitos del agro, desde el sistema de propiedad hasta el aparato productivo, alentó un entorno poco propicio a la acción autónoma de los actores, fueron éstos individuos, empresas o colectividades. Así también, por su énfasis proteccionista, dio lugar a una agricultura cuyo desempeño se regía por las necesidades internas de mayor producción, alejándose de los parámetros de competitividad (costo y calidad) presentes en los mercados internacionales.

Si bien esta conducta intervencionista y protectora se hizo presente en varias economías agrícolas en la posguerra, en el caso mexicano, quizás por razones históricas, contó con razgos más pronunciados que en otras latitudes. Habiéndose enfrentado tempranamente con un movimiento revolucionario, la sociedad mexicana tuvo que crear un estado fuerte que pudiera contender con el entorno de vacío político surgido con el conflicto de 1910. En el campo, más que en otros sectores, esta situación se tradujo en el imperativo por construir una nueva economía y una nueva sociedad. El reparto agrario, instrumento central del cambio, barrió con el viejo orden latifundista y creó una sociedad de productores, cuyos referentes estaban ineludiblemente relacionados con el poder central. En este contexto, el Estado asumió un rol multifacético, ya que no sólo regulaba el acceso a la tierra, sino que debió suplir las carencias del medio rural, procurar la integración de los productores, promover la modernización de los sistemas agrícolas e impedir los mecanismos de reconcentración de la tierra y los recursos. En este sentido, se le veía como una instancia ordenadora de lo social, lo que le dio legitimidad por un largo periodo de tiempo.

El modelo estatista, no obstante sus razgos paternalistas y benefactores, creó verticalidad y dependencia. Así también, en lo productivo, generó una economía incapaz de caminar por sus propios pies, dado que su desempeño exigía de enormes transferencias financieras. Así, cuando, en los años ochenta, estalló la crisis de la deuda y el gobierno debió revisar sus estrategias de desarrollo, el sector fue uno de los más afectados, precisamente por su enorme dependencia de los recursos oficiales. Fue cuando se buscó suprimir su carácter “excepcional”, nivelándolo con las demás ramas, situación que abrió enormes brechas en la operación del sistema alimentario, pues supuso el retiro de las instancias estatales tanto de sus funciones regulatorias, como de su presencia física en servicios, insumos y procesamiento agroalimentario. Acto seguido, en plena ruptura con sus instituciones y prácticas previas y en medio a una inexplicable urgencia, el sector fue incorporado al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. De ello resultó un deterioro productivo importante que, si bien no se extiende a todos los cultivos, ramas y productores de igual forma, se hace presente en gran parte del territorio agrícola.

Este trabajo pretende dar cuenta de esse dramático proceso, apuntando al cisma existente entre el modelo previo y el que siguió y la situación caótica a que dio lugar el cambio. Desde esta perspectiva, analiza en primera instancia las principales transformaciones en las políticas oficiales, para luego dar seguimiento a lo que fue el comportamiento del sector en respuesta a dichas determinaciones. A seguir, pone atención en la conducta de los productores, observando las diferentes estrategias eligidas frente a las transformaciones, dependiendo de su ubicación y posibilidades dentro del nuevo contexto. Finalmente el trabajo apunta a las severas limitaciones de la acción estatal para acometer un camino plausible de transición que permitiera ofrecer nuevos equilibrios de vida a la sociedad rural.

 

El modelo agropecuario en los años ochenta

Hasta fines de los años ochenta, el sector rural en México estaba regulado por una serie de normas que lo apartaban de un comportamiento estrictamente mercantil. Ello tenía que ver no sólo con el carácter y peso de la intervención estatal en los procesos productivos, sino con el mismo sistema de tenencia de la tierra. Así, una parte importante de la propiedad rural estaba constituida por el ejido, forma de tenencia que se regía por una legislación distinta a la de la propiedad privada. Ello implicaba que el productor era poseedor de tierras en usufructo, por lo cual no podía enajenarlas a través de la renta o la venta. Por otra parte, debía trabajarlas directamente, sin el uso de mano de obra contratada. Este modelo obedecía a los preceptos constitucionales de 1917 (artículo 27) que, al buscar suprimir el monopolio territorial preexistente, buscó construir una agricultura de pequeño porte destinada a proporcionar arraigo a la población rural, evitando procesos de reconcentración. [1]

Como contraparte de esta situación y en virtud de la no enajenabilidad de las tierras, el Estado muy pronto debió acudir al campo como prestatario de recursos, dado que la falta de garantías para el crédito impedía el acercamiento de la banca privada al campo. Aún en el caso de la propiedad privada, era la banca estatal la instancia financiadora, dado que las instituciones privadas de crédito no podían ofrecer las mismas concesiones que las oficiales. Pronto esta decisión fue secundada por una serie de acciones similares en las áreas de aseguramiento, comercialización, provisión de insumos, investigación, asistencia técnica y otras esferas requeridas por la actividad agrícola. Estas acciones, implantadas sobre todo en los años cincuenta con el fin de viabilizar la “revolución verde” en las áreas norteñas irrigadas, luego se extendieron a otras zonas de producción de pequeña escala. Ello fue muy claro a partir de los años setenta, cuando se buscó enfáticamente una mayor integración de los pequeños productores al mercado a través de las redes estatales.

No obstante la intención niveladora de las políticas de reparto y de la acción estatal, el acceso a los recursos era significativamente desigual hacia fines de los años ochenta. Con una población ocupada equivalente al 22.1% de la total, el sector agropecuario contaba con 3.8 millones de unidades productivas, de las cuales casi el 60% poseía menos de 5 has (INEGI,1991). En este contexto, casi la mitad de los productores, catalogada como minifundista, no participaba en el mercado, en tanto un 25% lo hacía en forma aleatoria. Los productores con vínculos mercantiles más sólidos constituían así tan sólo la cuarta parte restante de los productores (De Janvry, 1995). El crédito oficial en este entonces alcanzaba a 1,5 millones de productores, o sea, en torno al 40% de éstos, situación que se repetía en el caso del seguro oficial. En cuanto al acceso a activos tecnológicos, sólo el 32.4 % de los productores utilizaban semillas mejoradas y en lo relativo al uso de servicios de extensión y capacitación, únicamente un 4.6% de los productores lo requerían. En cambio, el uso de fertilizantes se había extendido considerablemente en el país, abarcando casi el 80% de la superficie cultivada (Casco Flores, 1999).

Ello significaba que la acción estatal alcanzaba tan sólo una proporción menor de los productores, aquella cuarta parte que poseía claros vínculos con el mercado. No obstante, en algunos casos, el apoyo trascendía estas categorías intermedias y se vertía sobre el amplio universo de la autosubsistencia, como ocurría con los préstamos de la banca oficial o con la distribución de fertilizantes.

Las empresas paraestatales, encargadas de regular y organizar la agricultura (especialmente fortalecidas a partir de los años 70), pasaron a constituir la columna vertebral del sistema agroalimentario, ya que, colocadas en sitios estratégicos, permitían el enlace operativo entre las distintas etapas de la producción, de igual forma que entre los actores principales de dicho sistema. Funcionaban de hecho como eslabones estratégicos del modelo y le daban fluidez, a la vez que en su condición de proveedoras de subsidios, permitían la solvencia de los productores. Al respecto, es importante señalar que la actividad se sostenía en base a fuertes transferencias fiscales que alimentaban el conjunto de las empresas paraestatales en los sectores de servicios y de insumos.

En este contexto, destacan por su importancia los subsidios que se administraban por la vía del sistema financiero, por un lado, y, por otro, a través de los insumos. Con respecto a los primeros, las tasas de interés por lo general fueron negativas, lo que, aunado a la práctica de condonar deudas a los agricultores, incrementó fuertemente las transferencias al sector (De Janvry, 1995). En cuanto a los insumos, el hecho de que los principales productos se generaban en paraestatales posibilitó su administración a un costo excepcionalmente reducido. Fue así como la cadena del petróleo, que enlazaba las paraestatales PEMEX con FERTIMEX, permitió una oferta de fertilizantes a muy bajo costo. En 1987, por ejemplo, el costo interno de la urea equivalía a tan sólo el 47% de su valor internacional, el del amoníaco el 42%, el del sulfato de amonio, el 36% y el del fosfato diamónico el 69% (Salcedo,1999). Por otra parte, también se registraron transferencias significativas a través de los sistemas de distribución de agua para riego, con precios que no contemplaban los costos de operación y de conservación de los distritos de riego. De igual forma, durante los años ochenta, el costo de la electricidad para bombeo agrícola estuvo sumamente subvaluado frente a lo que pagaban otros sectores.

Con respecto a la empresa comercializadora CONASUPO, es importante señalar que subsidiaba a los productores con precios de garantía, de igual forma que también lo hacía a los industriales que procesaban el producto agrícola, al cobrarles precios excesivamente reducidos. Por otra parte, proporcionaba servicios gratuitos de acopio, almacenaje y transporte, vinculando las zonas agrícolas excedentarias con las ciudades, en donde se localizaban las industrias procesadoras.

Como por lo general las mejores tierras eran las irrigadas que se ubicaban en el norte, el noroeste y el centro-norte del país, ahí fue en donde se establecieron los cultivos comerciales, en particular los granos. [2] Esta localización geográfica, si bien respondía a la necesidad de aprovechar las áreas con mejor potencialidad productiva para el cultivo de los principales alimentos, era, sin embargo, incongruente con otros supuestos requeridos por la lógica agroindustrial: la necesidad de cercanía respecto a los principales centros de consumo. Éstos se localizaban sobre todo en las grandes ciudades del centro del país en el caso del trigo y el arroz, y en las zonas avícolas y porcícolas, tratándose del sorgo y la soya, ni siempre cercanas a las zonas productoras. Esta situación de desvinculación logística era, sin embargo, aligerada por la empresa estatal CONASUPO, que se ocupaba de transportar los excedentes a las urbes y centros de consumo, cubriendo costos y grandes distancias. [3] Años más tarde, la problemática derivada de esta desvinculación geográfica se haría sentir con toda su fuerza.

La agricultura construida en las décadas posteriores a los años treinta y desarrollada en las siguientes era así enteramente dependiente del Estado para su funcionamiento. De hecho, la vinculación directa de los productores con los mercados o las industrias procesadoras era casi inexistente, dependiendo la realización del producto de los canales oficiales o de intermediarios.

Finalmente, cabe destacar que el modelo descrito no hubiera podido operar no fuera por el escudo protector que le proporcionaban las políticas de comercio exterior. Así las importaciones requerían de permisos estatales y sólo eran concedidas cuando se registraba algun faltante interno. Asimismo, era el Estado, a través de CONASUPO el que tenía el monopolio de las compras externas.

 

Los años noventa: hacia un nuevo paradigma

El modelo agropecuario apenas descrito encontró sus límites cuando el país, debilitado por la crisis fiscal y las exigencias de ajuste de la banca mundial, debió enfrentar una aguda transformación de su economía en la segunda mitad de la década de los ochenta. Múltiples reformas respondieron a la nueva situación, obligando el sector agrícola a afrontar un escenario poco favorable para el cual no estaba preparado. La liberalización del comercio agrícola, el retiro del estado de sus funciones estatales de regulación e intermediación, la reforma de la banca, la privatización de empresas paraestatales abocadas al apoyo del sector, la supresión de los precios de garantía y de otros subsidios fueron los ejes principales de las nuevas orientaciones. Otro aspecto importante de este viraje fue la modificación del marco legal del sistema de propiedad, convirtiendo las tierras ejidales, hasta entonces al margen del mercado, en objeto de enajenación. Años más tarde, en 1994, daba inicio el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, mismo que incluía la agricultura. Esta última acción constituyó el último paso en el proceso de reorganización del agro mexicano, al cristalizar las reformas e impedir una eventual marcha atrás de éstas. Asimismo implicó que México se abría a Estados Unidos, el país con mayor proyección mundial en el terreno alimentario, en una posición de extrema desarticulación y desventaja.

La puesta en marcha de las reformas fue compensada por una serie de artificios estatales de carácter emergente y temporal, que no lograron, sin embargo, crear un orden alternativo que permitiera a los productores afrontar la nueva situación. La crisis pronto irrumpió en el sector rural y se fue agravando en la medida en que desaparecían los últimos resquicios de la protección estatal. Veamos.

 

La reforma financiera

Hacia 1989 empieza una intensa reorganización de la banca estatal, buscando con ello eliminar las prácticas de subsidios y condonación de deudas aplicadas históricamente. Así también se procedió a depurar su clientela, reteniendo tan sólo a los productores con potencial productivo y capacidad de pago. Ello implicó que de los 1.5 millones de productores atendidos anteriormente, la banca oficial sólo retuviera en torno a 400 mil, canalizando los más prósperos a FIRA (Fideicomisos Instituidos en Relación con la Agricultura) [4] en tanto aproximadamente un millón de productores eran encaminados a PRONASOL (Programa Nacional de Solidaridad), un programa asistencial creado para las zonas empobrecidas del país. La superficie atendida por BANRURAL disminuyó drásticamente de 7 millones de has a poco más de un millón entre 1989 y 1991 (Fritscher,1999). La reorganización financiera buscaba separar a los agricultores mercantiles de aquellos cuyo potencial productivo era más frágil. No obstante que las nuevas prácticas pretendieron beneficiar a los productores más prósperos, para volver autofinanciable a la banca, la cartera vencida siguió creciendo, dada la pérdida de rentabilidad de la agricultura. Por otra parte, la crisis financiera del país impulsaba hacia arriba las tasas de interés. Éstas, que en el pasado, habían sido negativas, no sólo se volvieron positivas, sino que alcanzaron grados prohibitivos en los años noventa. [5] Ello obligó a muchos productores a operar sin el crédito formal, buscando allegarse de recursos alternativos, por lo general generados en otros contextos geográficos, para emprender las siembras.

 

La desestatización en la rama de los insumos

Con las reformas, las empresas estatales encargadas de la producción de insumos fueron privatizadas o reestructuradas con la meta de volverse autofinanciables, cortando así con el recurrente y acumulativo déficit que generaban. De esta manera, desaparecieron los subsidios, encareciéndose los costos para los productores. En algunos casos, los insumos debieron ser importados, dado que las empresas nacionales que reemplazaban a las paraestatales no eran competitivas. En otros, como el de los combustibles, los productores han quedado cautivos de PEMEX, empresa estatal, que dada su condición monopólica, cobra precios extremadamente elevados, muy superiores a los vigentes en el mercado internacional. Esta situación afecta también a la industria de fertilizantes que requiere de insumos de la paraestatal y hoy se encuentra al borde de la quiebra. El encarecimiento de los insumos agrícolas en forma mucho más intensa que los precios finales de los productos agrícolas fue uno de los motivos principales de la descapitalización de los productores. [6]

 

La liberalización de los precios y del comercio agrícola

En 1989 se decretó la supresión de los precios de garantía para la mayor parte de los productos y el establecimiento de nuevos criterios para la fijación de los valores internos. A partir de este momento, los precios se fijan tomando en cuenta el valor internacional del producto, añadiéndoseles los costos de internación y transporte hasta la localidad de consumo. Se pierden así los referentes internos que daban sustento al cálculo de los precios, en particular los vinculados con los costos de producción. La contraparte de esta medida fue la liberalización del comercio agrícola, acción que constituyó un preludio al pacto que años más tarde se firmaría con Estados Unidos. Puesta en marcha para varios productos desde 1988, la nueva política comercial experimentó sucesivos vaivenes hasta 1992, cuando, en el marco del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, se fijó una agenda de desgravación que contemplaba plazos diferentes para los distintos bienes, atendiendo a su grado de vulnerabilidad.

La apertura comercial implicó dos órdenes de problemas a los productores. En primera instancia, el hecho de que los precios internos fueran homologados con los externos, dejando así de responder a sus costos de producción, fue un severo golpe a su rentabilidad en momentos en que los costos ascendían fuertemente. Asimismo, los nuevos programas gubernamentales de apoyos no compensaban los subsidios que los productos externos traían incorporados. Por otro lado, la libre importación de los alimentos impulsó a las industrias procesadoras a inclinarse por la oferta externa, ya que ésta era más expedita y diversificada que la nacional. Además, los importadores se vieron beneficiados por los créditos del gobierno norteamericano, que operaban con tasas de interés subsidiadas, opción muy atractiva en momentos en que las internas eran prohibitivas. Con ello dio inicio un proceso dramático de desvinculación entre la producción agrícola y el procesamiento industrial, que tendió a agudizarse con el paso del tiempo. Mientras la empresa CONASUPO siguió presente en los mercados alimentarios, actuando como enlace entre ambos sectores, los problemas no se hicieron sentir. Sin embargo, cuando, a partir de 1996, disminuyó su participación para luego desaparecer, la fragmentación en las cadenas productivas alcanzó su máxima expresión.

 

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte

Hacia 1994 tuvo inicio el proyecto de integración entre los tres países norteamericanos, mismo que incluyó la agricultura. Según el pacto bilateral firmado entre México y Estados Unidos, en un plazo de 15 años, o sea, en el año 2008, las relaciones agrícolas entre ambos países estarían totalmente abiertas. [7] Si bien para Estados Unidos esta situación fue poco relevante, dado que el comercio agroalimentario con México corresponde a menos del 10% de sus flujos totales, para este país, en cambio, es fundamental, dado que más del 80% de su comercio alimentario se procesa con el país norteño (USDA, ERS, 2000).

En estas circunstancias, México se confronta con la primera agricultura del mundo en términos que le son por demás desventajosos, dada su escasa competitividad en los principales productos alimentarios. Así, sus ventajas comparativas se reducen a productos horto-frutícolas, la cerveza y algunos de índole tropical, como el café, el azúcar, el tabaco y otros. En cambio, posee amplias desventajas en cuanto a cereales y oleaginosas, [8] así como en carnes, lácteos y sus derivados, productos que son básicos para la dieta mexicana. Asimismo, este país se ha convertido en importador de insumos que sustituyen en algunos casos a bienes en los cuales cuenta con ventajas. Así ocurre con la fructuosa del maíz, que hoy reemplaza una parte del azúcar para el consumo interno, situación que ha llevado a la crisis el sector azucarero nacional, dada la sobreoferta que se ha creado en el país. Por otra parte, si antes era un exportador superavitario en la rama pecuaria, hoy impera el signo contrario, habiéndose convertido México en el segundo importador mundial de carne bovina y porcina de Estados Unidos. Finalmente, nuestro país también importa ciertos productos horto-frutícolas producidos en Estados Unidos en las estaciones de primavera-verano, relativizando así su potencial superavitario en este rubro.

Por otra parte, la apertura comercial con Estados Unidos se da en un momento en que la agricultura mexicana se ve fracturada debida al impacto de las reformas recientes. Con un sistema de propiedad parcelario [9] y una estructura productiva y de servicios desestructurada por el retiro de las redes estatales, no posee las condiciones para una flexibilización y reconversión a corto plazo que le permitan responder con eficacia a la nueva situación. Muy por el contrario, lo que impera en estos momentos es la desarticulación de las prácticas que regían su vida previa.

 

Reformas en las leyes de la propiedad

En medio a este alud de cambios, también las leyes que regían el sistema de la propiedad fueron modificadas. Hacia 1992, se promovió una reforma que buscaba flexibilizar el sistema ejidal, permitiendo al productor enajenar su parcela. Así, el ejidatario recibiría por sus tierras un título de propiedad, mismo que permitía su venta, renta o hipoteca, de igual forma que la propiedad privada. Para que ello se hiciera efectivo, se requería, sin embargo, que la asamblea ejidal estuviera de acuerdo en participar en el proceso de certificación del ejido llevado a cabo por instancias gubernamentales. También se permitía la constitución de sociedades mercantiles, a la vez que los límites de la propiedad se incrementaban en forma considerable. Los ejidatarios podrían establecer proyectos conjuntos con las empresas privadas, incluso extranjeras, además de que ya no estaban constreñidos a trabajar directamente sus tierras. Finalmente, con las reformas se daba por concluido el reparto agrario. Estos cambios legislativos buscaban posibilitar el incremento en la escala de operaciones de los productores, así como propiciar flujos de capital privado a la actividad. Como observaremos a seguir, esta medida no rindió los frutos esperados, si bien fue útil para los ejidatarios para potenciar sus ingresos en momentos de crisis económica.

 

Las políticas compensatorias

Dado el intenso desequilibrio generado en el campo por las reformas y luego la puesta en marcha del TLC, el Estado buscó implantar algunas medidas cuya intención era contrarrestar los efectos críticos que resultaban de la implantación del nuevo modelo. En este contexto se creó en 1994 el programa PROCAMPO, cuyo fin era apoyar al productor en momentos en que perdía los beneficios de las políticas anteriores, así como protegerlo del impacto de una competencia desleal, dado la existencia de subsidios en los países con los cuales México tiene relaciones comerciales. Se trata de una oferta de subsidios no distorsionantes, que se ubican en la categoría verde, dentro de los criterios establecidos por la Ronda Uruguay del GATT en 1993. Veamos en qué consiste.

PROCAMPO otorga subsidios fijos por superficie al productor, contrastando con el sistema anterior en que los subsidios eran otorgados sobre insumos y precios, impactando la productividad y la producción. En el modelo previo, los beneficios, reservados para los productores vinculados con el mercado de insumos y de productos primarios, eran tanto mayores cuanto más toneladas produjeran. Ahora, en cambio, el subsidio se extiende a casi todo el universo de productores, incluidos los más pobres, y tiene como objeto no la mayor productividad, sino un incremento en el ingreso del beneficiario. Esto es así porque el apoyo es fijo e independiente del tonelaje producido, haciendo con que un productor de una tonelada por hectárea reciba el mismo apoyo que el que produce 7 toneladas en igual unidad de superficie. En estas circunstancias, si bien el apoyo es de importancia para los más empobrecidos, no es compensatorio para los productores con mayor potencial productivo, para quienes el programa responde por tan sólo una fracción de los apoyos anteriores. Con ello se viene abajo la pretensión compensatoria del nuevo proyecto, poniendo a descubierto su carácter eminentemente asistencialista. Una mirada a las cifras nos confirma esta hipótesis. El actual padrón de PROCAMPO indica que el 87% de los productores incorporados siembra para el autoconsumo, en tanto sólo la fracción restante está vinculada más estrechamente al mercado (El Financiero, 25/01/01). Por otra parte, el 88% de los beneficiarios contaba con una superficie de 0 a 5 hectáreas, en tanto el 66% poseía parcelas inferiores a las 2 hectáreas en 1995 (OECD, 1997).

En vista de la incapacidad de PROCAMPO para resarcir a los productores integrados al mercado por las pérdidas sufridas en el proceso de reformas y dada la intensa conflictividad que ello generó, fue necesario diseñar programas que atendieran sus demandas. Nace así Apoyos a la Comercialización, cuya intención es la de mejorar los precios de los productores vinculados al mercado, sobre todo de aquellos que, localizados a grandes distancias, ahora se ven perjudicados por el nuevo sistema de precios de indiferencia. Según la nueva lógica, los precios de estos productores sufren recortes a la hora de restarle de su valor final los costos de traslado.

 Estos subsidios, sin embargo, por lo general también cumplen con otro requisito: el de dar salida a las cosechas excedentarias de zonas distantes de los centros de consumo. Para ello es necesario entonces ofrecer a las empresas compradoras de los bienes una emulación económica para que prefieran el producto nacional al norteamericano. Esto significa que se subsidia al adquiriente la compra de estos productos, pues de otra forma no se inclinaría por esta opción. En conclusión, los fondos del mencionado programa se distribuyen entre productores e consumidores, en la búsqueda por resolver la problemática de la desvinculación entre agricultura e industria, problema heredado del modelo anterior.

Esse programa no responde así a la intención de compensar a todos los productores afectados por las reformas. Por el contrario, se dirige preferentemente a los grupos localizados en las zonas norteñas excedentarias en granos, buscando no sólo resarcir pérdidas, sino también crear canales para hacer fluir las cosechas. Es así como tan sólo tres estados - Sinaloa, Sonora y Tamaulipas - acaparan el 80% de los recursos ( El Financiero, 2/01/01).

Otro programa aún, destinado a incrementar la productividad, titulado Alianza para el Campo, se inició en 1996 con la distribución de subsidios a productores con mejores ingresos, vinculados en gran medida a la ganadería y programas específicos de fertirrigación. Luego se extendió a múltiples ramas y tipos de productores, incluyendo a los maiceros de subsistencia. Si bien este proyecto, encaminado a programas específicos de mejoría tecnológica y de infraestructura, cuenta con un potencial importante para reconstruir las estructuras que hoy carece el campo, su presupuesto siempre fue reducido frente a PROCAMPO. [10] Asimismo, los productores beneficiados en su mayoría no forman parte del grupo de agricultores dedicados a los cultivos básicos afectados por las reformas.

 

Los resultados: la desestructuración agrícola

La experiencia de las reformas de los años noventa dejó un saldo negativo para la agricultura, en la medida en que los proyectos desactivados no fueron reemplazados por otros de carácter renovador tendientes a proporcionar un nuevo equilibrio a la sociedad rural. Por el contrario, su signo fue más destructivo que constructivo. De hecho, el Estado nunca se propuso resolver el dilema de cómo habilitar a sus productores para que pudieran afrontar el nuevo escenario de liberalización comercial. Ello hubiera requerido un formidable esfuerzo por reconvertir al sector, a través de la sustitución de cultivos, de una mejoría en la capacidad productiva y de la construcción de enlaces más firmes entre produción y consumo. Por el contrario, salvo el programa Alianza para el Campo que, como se indicó, tuvo un ámbito restringido, los demás se concibieron para "apagar fuegos", o con fines más bien asistencialistas. Con un sesgo temporal, estuvieron orientados hacia la resolución de las contingencias, más que a cambiar prácticas y estructuras. En consecuencia, los agricultores enfrentan hoy un sinúmero de problemas, de los cuales se apuntan los que se consideran prioritarios:

* La agricultura ha perdido rentabilidad

Los costos de producción antes extremadamente bajos frente a los internacionales (dados los subsidios), hoy, por el contrario, se han elevado más allá de éstos. Así, por ejemplo, en lo que atañe a las tasas de interés, éstas han sido prohibitivas en toda la década, resultado de la situación de debacle del sistema financiero en estos años. A título de ejemplo, se puede mencionar que durante el año de 1998 y primeros meses de 1999, el costo del dinero en México fue superior en 325% al de Estados Unidos, su principal socio comercial (CNA, 2001). Por otra parte, los agroquímicos producidos al interior del país y entregados anteriormente a bajo costo a los productores se han convertido ahora en una pesada carga para éstos. El ejemplo de los combustibles y otros productos ofrecidos por PEMEX, es ilustrativo de esta situación caótica, en que los productores están obligados a surtirse internamente, pagando precios de monopolio. En este contexto, en 1988 el diesel en nuestro país era 86% más caro que en Estados Unidos, pero en 1999 había subido al 300% (CNA, 2000). En cuanto a los fertilizantes, también son impactados por esta situación de monopolio. Así, el gas natural para producir la urea y el amoníaco, componentes básicos de la rama, sunministrados por PEMEX, poseen de igual forma precios superiores a los del mercado internacional. Finalmente, la desaparición de precios de garantía o de cualquier modalidad que se le asemeje y la adopción de los precios internacionales como reguladores del mercado completa el cuadro poco favorable para la rentabilidad mexicana. Esta situación se profundiza en estos momentos debido a la intensa crisis en los precios internacionales de los productos agrícolas, en especial los granos, que, habiéndose iniciado en 1997, perdura hasta hoy. Según datos de Salcedo (1999), entre 1994 y 1998, la rentabilidad de la agricultura mexicana cayó 25.6%, en tanto la de la ganadería lo hizo en 14%.

* Los subsidios son insuficientes para resarcir las pérdidas

En otros países, como Estados Unidos, prevalece un sistema de subsidios cuyo referente es un precio objetivo "implícito" (que considera un margen de rentabilidad promedio para el productor), mismo que debe ser restituído en caso de declinio prolongado en los precios. Tal como observamos previamente, la nueva política de subsidios en México no contempla esta situación, más que en forma casuística, cuando las protestas suben de tono. Así es como Apoyos a la Comercialización ha tendido a responder a la necesidad compensatoria de los productores, sobre todo en los estados del Noroeste, en donde se presenta una mayor conflictividad. Por otra parte, los subsidios a los precios otorgados por ASERCA cubren únicamente cuatro productos (arroz, trigo, maíz y sorgo), de los cuales sólo un porcentaje reducido de las cosechas y de los productores es beneficiado. Así, en el año 2000, tan sólo un 20.5% de la producción de maíz y el 30% de la de sorgo fueron beneficiadas.

* Los sistemas de crédito y aseguramiento dan una cobertura limitada

En cuanto a los granos, la banca estatal hoy cubre únicamente un 15% de la superficie sembrada, en tanto el seguro agrícola se administra apenas a un 8.7% de ésta (Informe de Gobierno,2000). Operando con una cartera vencida muy elevada, es difícil que se amplie su capacidad de financiamiento. Una gran parte de los productores depende ya sea de sus ingresos extra-agrícolas o de la usura para hacer frente a sus necesidades financieras. Con respecto a la banca comercial, ha ampliado su cobertura, pero la dirige exclusivamente hacia aquellos productores con una rentabilidad garantizada, situación que por el momento es excepcional dentro del universo de los productores. Por otra parte, a diferencia de otros países, no se han implantado en México sistemas de seguro agrícola que contemplen las pérdidas relacionadas con fuertes descensos en los precios internacionales.

*Falta infraestructura para la comercialización de los productos

Los sistemas de almacenaje son precarios y poco eficientes, resultando de ello elevadas pérdidas. A diferencia de Estados Unidos, no se contempla más que en forma incipiente el uso de financiamientos o fórmulas de pignoración, que permitan al productor tener liquidez hasta el momento de venta de su mercancía. Los costos de estos servicios son hoy extremadamente elevados, inviabilizándolos. Además, ahí en donde se han intentado servicios de esta naturaleza, se han visto erosionados por la competencia de los intermediarios que, con productos importados a gran escala, conducen al fracaso cualquier intento de esta naturaleza. Asimismo, los sistemas de información en cuanto a mercados y precios son precarios y sólo pocos productores tienen acceso a los mismos. El transporte también es costoso, en gran medida debido al alto costo de los peajes y de los combustibles.

* Las cadenas productivas se han desarticulado

Se observa una significativa preferencia de las industrias alimentarias por el producto agrícola externo, en especial el estadunidense. Esta situación responde a varios factores, entre los cuales destacan su calidad, presentación y mayor diversidad, frente a los rasgos presentes en el producto interno. Así también, la extrema eficiencia del sistema exportador del vecino país en términos de su logística de comercialización es un elemento relevante, ya que con ello el industrial mexicano ahorra los elevados gastos por concepto de almacenaje. Asimismo, el suministro de créditos ventajosos por parte de Estados Unidos a los importadores en México es un elemento a más en este recuento de factores. Finalmente, un elemento nada trivial que debilita la oferta nacional es su ubicación en lugares distantes de la actividad agroindustrial. En muchas ocasiones, el costo que implica el traslado del producto a los centros de consumo (teniendo en cuenta no sólo el factor geográfico, sino los precios elevados del combustible nacional o de los peajes de las carreteras) es superior al del producto estadunidense.

*Los indicadores productivos son preocupantes [11]

En los últimos diez años, el PIB agropecuario ha crecido a una tasa promedio anual menor en casi el 50% a la de incremento de la población; la superficie cosechada de los principales granos no se ha movido, en tanto la producción sólo registra un crecimiento del 0.8 % anual. En cuanto al desempeño de los cultivos específicos, de los diez principales granos, nueve han perdido superficie con respecto a los años que precedieron las reformas. Es relevante el descenso en el conjunto de las oleaginosas, en trigo, arroz y cebada. Sólo el maíz ha incrementado en forma significativa su superficie en estos años, situación que se explica tanto por la mayor protección que contó inicialmente con respecto a otros cultivos, como porque se trata de un cultivo de subsistencia que en los últimos años ha sido valorizado por la gran masa de campesinos.

En contraste con este cuadro, sobresalen como exitosos los cultivos hortícolas y los frutícolas, gracias a su gran capacidad de inserción en el mercado norteamericano. [12]

En lo que respecta a la ganadería, los rebaños bovinos son hoy inferiores a inicios a 1990 y si los comparamos con las existencias de mediados de los años ochenta, la diferencia es mucho mayor. Fenómeno similar se observa con respecto a los inventarios porcinos, cuya caída entre 1988 y 1994 equivalió a casi el 40%. En consecuencia, México se ha convertido en el segundo mayor importador nacional de productos cárnicos de Estados Unidos. Hoy día este rubro concentra la mayor parte de su valor importado, cuando hacia mediados de los años ochenta sus importaciones eran prácticamente inexistentes. Hay que resaltar, sin embargo, el gran auge de la avicultura, actividad que reporta los más altos índices de crecimiento del sector agropecuario en los años noventa. Favorecida por mayores índices iniciales de protección que otros sectores, también posee un elevado grado de integración entre sus cadenas productivas y ha podido incorporar innovación tecnológica a sus procesos productivos.

*Las importaciones se han intensificado

Las importaciones agrícolas han crecido a una tasa de 12% entre 1990 y el 2000, en tanto que las que corresponden a productos ganaderos las superan con un crecimiento anual del 24.4%. Como resultado de ello, pese al incremento en el valor exportado, la balanza comercial agroalimentaria ha sido negativa durante todo la década, salvo el año de 1995. En forma correlativa, el coeficiente de dependencia alimentaria de los distintos productos básicos se ha elevado fuertemente en el periodo (CNA, 2000, Informe de Gobierno, 2000 y USDA, 2000).

 

Los productores frente a las reformas

El proceso de cambio agrícola que acabamos de examinar produjo desplazamientos significativos en el universo de productores. La Encuesta Nacional de Empleo (STPS, 2000) indica una reducción de aproximadamente 1.2 millones de sujetos agropecuarios (en torno al 12.2 % del total) entre 1991 y el año 2000. La disminución más significativa se dio en el rubro de productores, que pasaron de 4.3 a 3.4 millones, así como de familiares no remunerados, que perdieron en torno a 500 mil personas, en tanto la categoría de trabajadores (jornaleros y empleados) se incrementó ligeramente. Si bien estas cifras de ninguna forma confirman los pronósticos de autores que a inicios de los años noventa vislumbraban para el agro un éxodo de enormes proporciones, no obstante son relevantes.

Sabemos que en gran medida este escenario catastrófico no se dio debido a que el sector mayoritario, el de productores de subsistencia, no fue afectado directamente por el desmantelamiento de los aparatos estatales, dada su escasa participación en los mercados de insumos y productos. En cambio, el grupo de productores pequeños e intermedios, cuya inserción en los mercados agrícolas había sido posibilitada en el pasado por la intervención estatal, fue el más golpeado por las reformas. Este fenómeno es por demás significativo en el caso del maíz, en donde los productores comerciales constituyen hoy apenas una fracción del contingente anterior. Así, por ejemplo, las estadísticas oficiales del año 1990 hablaban de una cifra total de 2.6 millones de productores, de los cuales aproximadamente 800 mil vendían su producto en el mercado (De Janvry, 1995). Hoy, según estimaciones oficiales vertidas en la prensa, éstos últimos han quedado reducidos a menos de 300 mil. Esto significa que en torno a medio millón de maiceros que antes vivían de la venta de su producto han debido reorientar sus actividades para sobrevivir. Por otra parte, en el vértice de la pirámide están 20 mil agricultores, o sea, el 0.8% del total de productores, que lanzan al mercado en torno a una quinta parte del total del maíz que circula en el país (Aguilar, 2002).

Así, sólo quienes poseen áreas que permiten economías de escala y acceso a los principales servicios y apoyos estatales, de igual forma que un monto de capital para autofinanciarse, han podido subsistir con cierta holgura en el actual paradigma. El grupo de productores que no cuenta con estos beneficios, en cambio, se enfrenta continuamente con las vicisitudes y riesgos de la nueva situación. En muchos casos deben autofinanciarse con los recursos externos enviados por familiares que emigran. Por lo general, su posición vulnerable en los mercados los han llevado a movilizarse políticamente, intentando comprometer al Estado en la valorización y compra de sus cosechas. Por dondequiera se encuentran hoy organizaciones de productores que luchan por mejores precios y subsidios y sobre todo en contra de las políticas de apertura comercial. Si bien sus estrategias han sido en muchos casos exitosas, por lo general se trata de logros de corto plazo que no resuelven sus problemas para los siguientes ciclos productivos, razón por la cual deben volver a utilizar el recurso de la movilización. Éstas han ido en aumento en los últimos años, tanto en lo que atañe a personas involucradas, regiones y cultivos, como en lo que se refiere al tono beligerante de sus protestas y acciones frente al ejecutivo.

Por otra parte, los productores menos capacitados para afrontar el nuevo modelo han encontrado múltiples estrategias alternativas para valorizar sus principales activos: tierra, ganado y trabajo. Así, investigaciones locales han registrado como los antes excedentarios productores maiceros, ahora, en vez de vender el grano, lo canalizan hacia la alimentación de sus rebaños (Keilbach, Chauvet y Castañeda, 2002). Al respecto, cabe señalar que en el contexto actual muchos de los ejidos estan apostando en la producción pecuaria, dado que el ganado bovino es considerado un recurso productivo que reporta ventajas frente a la producción agrícola: de poco riesgo y costos bajos de producción, es considerado un instrumento de ahorro relevante en un contexto en donde inexisten los servicios financieros. Ello explica porque en muchos casos las remesas de los migrantes son destinadas a la adquisición de tierras y ganado bovino (Davis, 2000).

Otra opción que está siendo contemplada por los productores es la renta de las tierras ejidales, situación legalizada por el nuevo marco constitucional. Si bien aquí no contamos con cifras que avalen esta práctica, distintos estudios reportan que se ha vuelto usual sustituir los ingresos que antes se obtenían por la venta de productos agrícolas por los que ahora se obtienen a través de la renta de las parcelas. Ello está dando lugar a un nuevo fenómeno de concentración en el campo en zonas de riego, temporal y forestales (Davis, 2000). Esta situación no implica, sin embargo, que los ejidatarios hayan optado por vender las tierras, dado que ésto significaría renunciar a un activo que es importante en las estrategias de sobrevivencia de sus miembros. Así también, hay datos que sugieren que, inspirados por las reformas a la propiedad, los ejidatarios han procedido a repartir entre sí las tierras comunes del ejido, aumentando con ello sus superficies individuales y con ello la posibilidad de disponer de más tierra para los usos indicados.

Sin embargo, la fuente de ingresos alternativa de mayor peso es indudablemente la migración, en especial a Estados Unidos. Si antes esta opción era acometida en su mayor parte por productores que tenían pocas posibilidades de insertarse en el mercado de productos, ahora se ha convertido en un recurso que involucra a todas las categorías de productores. Así también, el fenómeno de expulsión, antes privativo de zonas como el Norte, el Occidente y el Centro del país, ahora se extiende a regiones como el Golfo, el Sur y Sureste, en donde el colapso en los precios de los granos, el café, el azúcar y otros productos han impulsado la tendencia expulsora. Davis (2000) señala que en 1997, el 44% de los hogares ejidales reportaban algún miembro que había emigrado a Estados Unidos.

Si bien las estadísticas de la migración a territorio estadunidense son imprecisas, dado que se trata de un fenómeno informal y encubierto, la Comisión Nacional de Población calcula una cifra de ingreso anual neto de 300 mil personas al año al vecino país, en tanto el flujo laboral entre ambos países es de entre 800 y un millón de movimientos anuales (CONAPO, 2001). Otras fuentes, sin embargo, sugieren cifras mucho más abultadas. Así, por ejemplo, según el Servicio de Inmigración y Naturalización de Estados Unidos, el número de personas detenidas en el cruce fronterizo en los últimos años supera el millón de personas. En este contexto, sólo entre octubre del 2000 y julio del 2001, novecientas mil personas fueron arrestadas por esta instancia, lo que nos habla de la intensidad que está asumiendo el fenómeno (El Financiero, 27/7/01).

No obstante el alto número de detenciones fronterizas, el fuerte incremento en las remesas de los migrantes en los últimos años constituye una evidencia por demás sólida de que la dinámica migratoria sigue en auge. Según lo reporta el Banco de México, durante el sexenio 1994-2000, los migrantes enviaron 28 mil millones de dólares, cifra equivalente al 83% de la inversión directa estadounidense durante el mismo periodo (La Jornada, 30/10/00). Es importante aclarar que esta cifra está subvaluada, ya que muchas de las remesas alcanzan el territorio nacional por la vía de canales informales y personales. Los envíos han ido en aumento en los últimos años, alcanzando en el 2002, según fuentes del BID y del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, una cifra superior a los 10.5 mil millones de dólares, cuando en 1995 eran de tan sólo 3.6 mil millones. (El Financiero, 8/01/03). Ello significa que las remesas constituyen hoy la segunda fuente externa de ingresos para el país, abajo tan sólo de las exportaciones petroleras. Si bien una parte de estos envíos se dirige a las ciudades, las remesas al campo se han incrementado proporcionalmente en los últimos años, constituyendo en muchos casos un aporte muy superior a los recursos presupuestales canalizados a las localidades. Tal como ha sido documentado por muchos estudios de caso, el dinero enviado cumple con múltiples objetivos, entre los cuales el financiamiento de la producción agrícola, la cobertura de los gastos de las familias en el consumo de mercancías y servicios básicos, la mejoría en las condiciones de vivienda, así como la construcción de infraestructura (carreteras, escuelas y hospitales) en pueblos y comunidades (Goldring, 2000).

 

Consideraciones finales

Tal como se apuntó en este trabajo, el cambio de orientación en las políticas agrícolas en México en la última década tuvo efectos profundamente desintegradores sobre la actividad. En este sentido, el desmantelamiento del modelo estatista, al no hacerse acompañar de un proyecto alternativo, generó vacíos que hasta la fecha no han podido ser cubiertos. Orientados los impulsores de las reformas por objetivos ajenos al agro, como lo eran la reducción del gasto público, el control de la inflación y la urgencia por una integración con Estados Unidos en el marco del TLC, desconocieron las necesidades del sector de contar con políticas específicas que orientaran un proceso reconstructivo. Desde esta perspectiva, se hubiera requerido de un rediseño completo de la agricultura en lo que atañe a sus estructuras de producción, tecnología, financiamiento, subsidios y todos los demás mecanismos que requiere una economía para operar. Así también de nuevos esquemas de protección, aun sobre una base temporal, dadas las dificultades de avanzar en un proyecto de esta naturaleza en medio a los estragos causados por la apertura comercial. Por otra parte, la necesidad de que desde el Estado se generara un proyecto alternativo se hacía tan más necesaria en un país en que la omnipresencia estatal había desincentivado la acción autónoma de los actores en los procesos productivos.

Esta postura inercial del gobierno mexicano no deja de sorprender, dado que se dió en un contexto mundial considerablemente restrictivo frente a las posiciones aperturistas. En efecto, todavía hoy, pasados diez años de las resoluciones de Marraquesh, no se ha podido avanzar en el proyecto de reforma en las reglas que definen el comercio del sector. La “excepcionalidad” agrícola aún rige la normatividad comercial en el mundo, avalando el uso de subsidios y la protección arancelaria y no arancelaria. Si bien hay movimientos en el sentido de la apertura, éstos sólo han sido acometidos exitosamente en el caso de países competitivos. En otros casos, como el de la Unión Europea, largos periodos de transición, en que se gesta una reorientación en las jerarquías del sector rural, preceden una toma de decisiones respecto a una mayor apertura del sector. Y por si todo esto fuera insuficiente, aún en el caso del TLC, se observaron posturas precautorias precisamente de parte de países competitivos, como Estados Unidos y Canadá, situación que está documentada en los acuerdos bilaterales firmados entre los tres países. México, en cambio, el país más débil de la tríada, no puso objeciones para que en 2008 su comercio agrícola con Estados Unidos estuviera plenamente liberado.

Hoy día esta situación ha hecho crisis. En enero del presente año, al cumplirse diez años de iniciado el TLC, la mayor parte de los productos alimentarios mexicanos perdió totalmente la protección frente al vecino país. Ello dio lugar a fuertes movilizaciones de parte de los grupos sociales afectados. Así, un sinnúmero de organizaciones de productores, cuya inconformidad antes se hacía presente en momentos específicos, ahora se reunieron en forma integrada, generando un aparatoso movimiento social que, en sus exigencias, iban más allá de las usuales reivindicaciones de valorización de sus productos, para requerir una renegociación en el capítulo agropecuario del TLC. Este movimiento tuvo eco en varios sectores de la sociedad, estimulando por dondequiera el debate en torno a la situación del campo, involucrando los partidos políticos y alcanzando el Congreso, instancia que en los últimos años ha puesto especial atención en la problemática agrícola. En este contexto, el gobierno se ha visto obligado a establecer una mesa de negociaciones con los productores, de lo cual debe surgir un Acuerdo Nacional para el Campo.

Independientemente de los logros que pueda aportar este evento, el hecho principal, sin embargo, parece ser el inicio de una convergencia importante de actores, grupos y partidos políticos en torno a la problemática del campo, en contraste con los años anteriores en que la sociedad mexicana veía con cierta indiferencia los desaciertos de la política gubernamental en la materia. Si efectivamente esta voluntad política se mantiene y consolida, será posible avanzar en un sinnúmero de subproyectos, hasta ahora relegados por la falta de una coordinación entre los actores, de decisión de parte de las instancias estatales, así como por las carencias presupuestarias.

Sin embargo, también hay que resaltar las dificultades que puede afrontar un proyecto reconstructor de esta naturaleza. Así, por más esfuerzos y recursos que se destinen al campo, es imposible que se reconstruyan totalmente los eslabones perdidos con la desestatización, dado que la apertura ya generó estructuras y actores difícilmente compatibles con un objetivo integrador. Tal como señalamos previamente, la actividad se ha concentrado y muchos productores excluidos organizan hoy sus estrategias en base a actividades alternativas. Por otra parte, la agroindustria del país creció y se desarrolló en los últimos diez años, utilizando insumos agrícolas que ni siempre se producen en México, lo que hace difícil una reintegración de las cadenas productivas. Finalmente, una renegociación con Estados Unidos, buscando restringir el marco del libre comercio, o por lo menos posponer su vigencia, medida útil para el país en la medida en que permitiría resolver los problemas internos sin la presión de las importaciones, es poco factible en estos momentos, tanto por razones políticas, como económicas. Ello ocurre pues desde el 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos ha redefinido sus prioridades, dejando de considerar a México un aliado estratégico que merezca consideraciones especiales. Además, esta situación hoy se ha agudizado, ante la negativa mexicana de respaldar a Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero, aún en ausencia de esta situación, las posibilidades de renegociar el capítulo agrícola hubieran sido remotas, dada la conflictividad que implica la cancelación de un acuerdo ventajoso para un gran número de granjeros del vecino país. Además, ello abriría la puerta al vecino país a modificar acuerdos y cláusulas que hoy son beneficiosas para México. Es por ello que, también desde adentro de México, la demanda de revisar el TLC no cuenta con muchos adeptos, pues se cree riesgoso abrir una renegociación que podría afectar los intereses de un gran número de sectores, hoy enteramente dependientes de la integración con el vecino país.

El tiempo y las circunstancias políticas dirán qué tanto se pudo avanzar en un proyecto de reconstrucción de esta naturaleza, aun cuando sea tardío y se desarrolle en medio a circunstancias adversas. Así también sabremos qué tanto los actores directamente involucrados, hoy antagonizados debido al lugar que ocupan en el sistema alimentario, habrán podido recrear un sistema en que el actual cisma entre agricultores e industriales ceda lugar a una mayor cooperación. Por otra parte, será importante observar si el actual movimiento habrá logrado catalizar una importante voluntad política a su favor, que se traduzca en acciones legislativas concretas en el corto y mediano plazo, o si su impacto es meramente coyuntural. Finalmente sabremos también si efectivamente se pudo crear un proyecto agrícola novedoso, o si los actores involucrados tan sólo buscan la reposición del paternalismo estatal, aún tan añorado por varios sectores de la sociedad mexicana.

 

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Hacia fines de los años ochenta el ejido incorporaba a más de la mitad de la superficie del país, al 70% de los productores, al 50% de las tierras irrigadas y al 70% de los recursos forestales (De Janvry, 1995).

[2] Así, el trigo floreció en Sonora, la soya y el arroz en Sinaloa, el frijol en Zacatecas y Nayarit, el sorgo en Tamaulipas, en tanto el maíz, si bien cultivado en todo el país, tuvo un mayor auge en Jalisco.

[3] La intermediación de la empresa alcanzó niveles muy elevados a principios de los años 80, cuando su captación del trigo era de más del 50%, del sorgo, la soya y el frijol entre el 30 y el 40% de la producción total (OECD,1997).

[4] Se trata de una banca de segundo piso operada por la banca privada y respaldada con recursos del banco central.

[5] Las tasas de interés alcanzaron el 48.1% en 1995, disminuyendo posteriormente, pero manteniéndose hasta 1999 siempre por arriba del 20% (SAGAR, 2000).

[6] Entre 1995 y 1999, los precios de los principales insumos a la agricultura tuvieron una tasa de crecimiento superior al 130%, en tanto los precios de productos como el trigo y el maíz sólo se incrementaron en 80% aproximadamente. En los años que siguieron esta brecha siguió incrementándose (SAGAR, varios años).

[7] El Capítulo Agropecuario del TLC consta de tres pactos bilaterales establecidos: a) entre Canadá y Estados Unidos; b) entre México y Estados Unidos; y c) entre México y Canadá.

[8] Según estudios de la FAO (1994), en México la superficie no competitiva en granos alcanzaba el 79.1%, en tanto la de oleaginosas equivalía al 89.3%.

[9] La superfície promedio por agricultor en México equivale a 23 has, en tanto en Estados Unidos corresponde a 180 has. En cuanto a superfície cultivada, los constrastes son mayores, pues mientras el productor mexicano cuenta con 5 has promedio, el estadunidense posee en torno a 65 has (INEGI, 1991, USDA, 1999).

[10] Entre 1999 y el año 2000, Alianza para el Campo recibió el 20% de los apoyos, en tanto PROCAMPO era beneficiado con más del 65% de éstos (SAGAR, 2000). Apoyos a la Comercialización recibió la parte restante.

[11] Las cifras vertidas a seguir proceden de los Informes de Gobierno y de la obra Estadísticas Básicas del Sector Agropecuario, publicación del Consejo Nacional Agropecuario, y contemplan el periodo 1987-2002.

[12] No obstante el éxito exportador de estos bienes en lo que atañe a divisas para el país, cabe resaltar la proporción que ocupan en términos de superficie cultivada: en torno al 8%, frente al casi 70% que detentan los granos y oleaginosas.