Estudos Sociedade e Agricultura

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Senel Paz

Um encontro com a cultura cubana


Estudos Sociedade e Agricultura, 6, julho 1996: 192-197.

Nascido em Santi Spiritu, Interior de Cuba, em 1950, Senel Paz integra a primeira geração de cubanos formada pela revolução. Desde 1979 publicou livros de contos e romances, e dois deles viraram filmes. Mas sua consagração internacional veio com O Lobo, o Bosque e o Homem Novo, romance com o qual ganhou em 1990 o prêmio Juan Rulfo, da Radio Televisão Francesa. O próprio Senel Paz elaborou o roteiro desse romance para o cinema. O filme, Morango e Chocolate, foi dirigido por Tomás Gutiérrez Alea e Juan Carlos Tabio, com grande sucesso de público, conquistando prêmios e platéias internacionais. No primeiro semestre deste ano Senel Paz visitou o CPDA onde pronunciou conferência sobre a cultura cubana. Devido ao interesse despertado enviou, a nosso convite, o texto que publicamos com muita satisfação.


Miré el reloj: eran las once y media de la noche. Me quedaba media hora y faltaba un párrafo. Pero las palabras estaban en mi mente, listas, presurosas por salir. En alguma parte comenzó a escucharse una canción de Los Beatles, que estaban prohibidos pero nos pasábamos la vida escuchándolos. Arremetí contra el teclado, sumando el martilleo de la Underwood a los instrumentos del cuarteto. Y ellos batería, yo teclas; ellos guitarra, yo golpe de rodillo, llegamos juntos y exhaustos al final de la canción y el párrafo. Los Beatles quedaron expectantes. De los cinco, en ese momento yo era el más importante: acababa de concluir un libro, mi primer libro, el libro con el que nacía como escritor, y lo lograba - miré el reloj-, tal como era mi propósito, antes de cumplir los 20 años. Ni siquiera saqué la cuartilla de la máquina. No hacía falta. Me levanté y fui al balcón. Necesitaba aire para sobrevivir a la emoción y a los diez minutos que me separaban de los 20. Regresé, saqué la página, la uní al resto y sopesé el conjunto. Aquello debía pesar como diez toneladas y por tanto debía ser muy bueno. En ese instante, de haberlo querido, hubiera podido volar. Afortunadamente no se me ocurrió. Retorné al balcón y, como suele suceder cuando uno escribe, sin dejar de estar donde estaba, empecé a estar en otro sitio y en otro recobeco del tiempo, y pude observar desde la distancia al personaje que yo era, asomado al balcón, en la feliz circunstancia en que me encontraba. ¿Cómo era posible que hubiera ocurrido lo que acababa de ocurrir: mi nacimiento como escritor? Había sucedido, atiné a explicarme, porque yo era cubano y porque en mi país había ocurrido una Revolución. Esa Revolución había alfabetizado al pueblo, incluyendo a mi propia familia, a mis cuatro abuelos, a mi madre, y había dado a la nación un proyecto social del cual nosotros también formábamos parte. Antes que yo pudiera hacerme escritor, la Revolución, a mí, me había hecho persona. Qué sencillo y claro me parecía todo. La perspectiva de ser escritor me pareció entonces la mejor de las opciones. La felicidad me desbordaba.

Esto acontecía en el principio de los 70. Al día siguiente los periódicos no ofrecerían la noticia de mi nacimiento literario. Podían hablar, por ejemplo, del Caso Padilla, del Primer Congreso de Educación y Cultura, desde el cual se trazaban lineamientos para el trabajo cultural, se determinaba lo que era correcto y lo que no lo era, y se fustigaba a quienes desde Europa pretendían decirle a Cuba lo que debía hacer. Se asistía en la Isla y en torno a ella a un debate cultural que era un debate político. Se hablaba de distanciamientos y de rupturas.

No presté mucha atención a la polémica. No creí que tuviera que ver demasiado conmigo. Para mí, si me ponía a pensar, la razón sólo podía estar de parte de aquellos a los que les concedía una autoridad y un prestigio conquistados no en la actividad literaria o intelectual sino en la lucha de liberación y en los esfuerzos posteriores por dotar al país de un proyecto de desarrollo global: los hombres de acción que con sus epopeyas me habían deslumbrado, no los de letras; los generales, no los doctores. Yo entendía a la Revolución y al Socialismo desde la gratitud, desde la salvación. ¿Qué ocurría, sin embargo, en un grupo social, los escritores, la intelectualidad artística, a la que yo aún no pertenecía pero a la que estaba abocado a pertenecer? ¿Qué sucedía entre aquellos que habrían de ser mis compañeros? ¿Qué ocurría, en el presente, con mi futuro?

Los acontecimientos del principio de los 70, naturalmente, tenían muchísimo que ver con los que, como yo, accedían entonces a la literatura, y con los que lo harían después, y aún con los que lo seguirán haciendo. Pues aquellos sucesos marcaban, para siempre, el espacio al que habríamos de arribar. Sin comerla ni beberla, heredábamos como propios aquellos conflictos y traumas, aquellos desentendimientos integrados ya a la memoria del país. Igual que si los hubiéramos protagonizado, orbitarían sobre nuestras vidas y proyecciones, sobre nuestras relaciones y filiaciones, conformando nuestro destino. Se había producido en la Isla una politización general de la que nadie pudo escapar, y unos escritores asumieron una posición y otros la contraria, "y los que no querían tomar ninguna, ya la estaban tomando." Unos se marcharon para poder escribir. Otros se quedaron para poder hacer lo mismo. Se dividieron en bandos. Se juraron odios eternos y revanchas. Creyeron haberse traicionado y a veces se traicionaron. Y fue en ese instante cuando nosotros asomamos la cabeza. Por poco nos la cortan. En alguna parte estos años son señalados como los últimos de la cultura cubana. Me parece demasiada pretensión de los que entonces eran personajes principales. Para mí y para los que como yo llegábamos a la literatura, sólo podían significar el momento de nuestro nacimiento y no estábamos muy dispuestos a aceptar que la fiesta se acabara precisamente en ese instante. Eso sí, las cartas ya estaban echadas cuando nos sentamos a la mesa, y nos quedamos en el patio de los Montescos y otros en el de los Capuletos. Miramos en torno y nos preguntamos azorados adónde habíamos venido a parar. !Qué cosa tan complicada era ser escritor! La perspectiva, ahora, me pareció dolorosa.

Traté de comprender un poco aquel ajiaco de guanábana con melón con que arrancaban los 70. ¿Qué asunto literario, qué obra o autor habían causado tan descomunal trifulca? No se trataba de un pleito literario o estético, era por la política por lo que la gente se distanciaba. Ah, la política, la trampa de siempre. La literatura cubana había caído, al parecer definitivamente, en las redes de la política, quien la subordinaba a su antojo, la invadía y la ocupaba. Como ha señalado uno de mis compañeros de promoción. la literatura ha venido soportando hasta nuestros días, dondequiera que se ha manifestado, dos presiones igualmente aniquiladoras: la absorción oficial y la deserción. La salvación queda pendiente de su capacidad de resistencia.

Los de mi edad pertenecemos a una generación que, para poder creer en la literatura, ha tenido la necesidad de reconquistar su autonomía; la necesidad de recomponer su espejo, juntar fragmentos para dar cuerpo a la Memoria dispersa, sin la cual no podíamos continuar ni inaugurar caminos. Hemos tenido que redescubrir y defender verdades tan antiguas como que "el arte tiene su espacio propio y una operatividad que sucede en otro ámbito; que los escritores no estamos necesariamente atados al ejercicio político, aunque, naturalmente, tampoco tenemos que renunciar a él".

El fenómeno de la fragmentación por razones políticas ha sido permanente en los últimos 35 años, con crisis cíclicas. Se ha venido repitiendo con obsesiva exactitud cada comienzo de década, provocando que los escritores cubanos no nos clasifiquenos más en buenos o malos autores, sino en pares políticamente contrapuestos: "de adentro" o "de afuera", disidentes u oficiales, revolucionarios o contrarrevolucionarios, castristas o antricastristas. Desconcertante clasificación para una literatura. Da lo mismo que escribas bien o mal, un cuento o una obra de teatro, nunca se te va a preguntar a qué corriente estética te adscribes sino por qué partido votas, a quién sirve tu texto. Rota casi toda comunicación entre las partes, se levantó un muro cada vez más alto que dio lugar a la peculiar circunstancia de una literatura que comenzó a generarse en dos cuerpos diferentes, sin apenas vasos comunicantes entre sí. Una dentro y otra fuera. El árbol que crece en un jardín pero echa una rama hacia el patio vecino. Dos cuerpos supuestamente ajenos, irreconciliables y excluyentes, a pesar de partir de un mismo tronco. ¿Por qué razones? Por razones políticas. Cuando hojeamos la mayoría de las antologías de literatura cubana publicadas en las últimas décadas, comprobamos con estupor (hoy, porque hasta ahora siempre nos había parecido natural) que si está editada dentro no aparecen los de afuera; y si está editada afuera no aparecen los de adentro, y con ese designio los antologadores y editores han creído resolver, en la literatura, el diferendo que no ha podido resolver la realidad. Analizados desde la política, para los de afuera los de adentro venimos a ser simples escribientes, funcionarios, intelectuales que no pensamos por cabeza propia, gente paralizada por el terror: no existimos ni tenemos peso como escritores. Para los de adentro, los de afuera no son sino traidores, gente sin talento dispuesta a venderse al mejor postor, encandilada por el dinero y los objetos, incapaces de escribir una buena línea luego de traspasar el contorno de la Isla. La táctica de la descalificación y la negación mútua, tan querida a los adversarios políticos en la historia de nuestro país. Lo mejor, para unos y otros, es olvidar los nombres contrarios y el de las supuestas obras e incluso arrancarlos de cuajo de las páginas de la historia y hasta de los diccionarios. Y uno que llegaba con su primer cuentecito o poema bajo el brazo, debía decidir a cuál de los dos bandos adscribirse, en cual espacio existir y en cual no. Tomabas el bote, o repudiabas al botero. Cuando te afiliabas a un bando, renunciabas a Julieta. Cuando lo hacías al otro, a Romeo. Y ni Romeo ni Julieta iban a tener más noticias uno del otro. Lourdes Gil, Pedro Monge, Carlos Victoria, Amando Fernández, José Kózer, Miguel Elías Muñoz... esos, ¿quiénes son? Para odiarnos y negarnos, no era necesario conocernos, ni siquiera por fotografías.

La vida, sin embargo, demuestra siempre ser más compleja que las clasificaciones y divisiones y nos ha hecho ver que la literatura y el arte cubanos han continuado en uno y otro sitio al margen de exilio y compromisos, de disidencias y oficialidad, como dos brazos de um mismo cuerpo. El tronco ha sido más vital que las ramas. La verdad nunca está en un solo sitio. La política no puede imponer sus arbitrios a la realidad. Al menos, definitivamente.

Las muchachas y muchachos que, en la Isla o en el exterior, nacimos a la literatura en medio de este vendaval, hace rato andamos con pies propios. Como hijos de padres divorciados, no nos conocemos, nos mantenemos separados por rupturas que no inauguramos, de las que no somos responsables. Apenas tenemos noticias unos de otros. Solo referencias de descalificación. A veces ni conocemos bien los detalles de las disputas que nos mantienen alejados. Acudimos a congresos a discutir, antes que nuestros propias angustias e ilusiones, las razones y consecuencias de aquella diáspora que protagonizaron nuestros mayores y que nosotros hemos repetido en caricaturas, como eco. Somos cautivos de una controversia y una intolerancia que no nos es propia. Seguimos esperando el momento en que la vieja tragedia no sea más el centro de la historia. A veces quisiéramos estar peleados, al menos, por nuestras propias razones, a nuestra propia usanza. Realmente, ¿el mundo se detuvo en el año 70, en el año 80? ¿Se detuvo la historia en algún momento?

¿Cual fue la reacción de los que, entonces vírgenes, permanecimos en la Isla? En términos generales, la inhibición, la invernación, en términos literarios. Pospusimos nuestro nacimiento. Nacimos en los 70, nacimos en los 80. La década del 70 no registra en la Isla nuevos nombres de importancia, por lo menos en la narrativa, con las excepciones que confirman las reglas. Dispersos los orígenes, extrañados de padres y hermanos, nos hemos sentido extraviados y desvaídos. Sin embargo, existíamos, y comenzamos a aparecer a comienzos de los ochenta, unos, y a principios de los años 90, otros. A nuestro turno, protagonizamos otras fracturas, réplicas y ecos lejanos de las primeras. Pero a la vez, creo que ha sido en nuestro grupo donde han aparecido los primeros síntomas de cansancio por la separación, y la nostalgia y curiosidad por el otro, la necesidad del otro. La fragmentación de la literatura cubana ha dañado y debilitado, en primer término, a los escritores jóvenes, al futuro y la continuidad de nuestra literatura. Dispersos los orígenes, extrañados de padres y hermanos, nos hemos sentido desvaídos.

La confluencia de todas las partes de nuestra cultura es una necesidad vital para nosotros. Reinaugurar su espacio propio, rescatar la autonomía de la literatura y el arte no significan aislarla de la política, pues esto sería una pretensión imposible, pero sí independizarla de ella, liberarla de sus tensiones que la impiden y la depravan. La posición del artista cubano, dentro o fuera, quiera o no, termina siendo un capital político para las fuerzas encontradas. A los políticos les importa, en primer término, la política, saber por quién votas, a quién te afilias. Toda posibilidad de reencuentro la analizan, en primer término, desde sus aspectos políticos: ¿a quién beneficia?, ¿a quién perjudica?, ¿adónde lleva? Creo que es hora de que nos guiemos por otras brújulas. Literaria, culturalmente, ¿a quien beneficia nuestro reencuentro?